lunes, 11 de febrero de 2013

Incluso el peor David Bowie deja huella





Demos por bueno que Tonight (1984) es el disco más desafortunado de la extensa carrera de David Bowie. Cojamos el tema más trillado de este trabajo, el adherente Blue Jean. Escuchémoslo. ¿Ya? Ahora comparémoslo con las canciones de algunos de los grupos de pop actuales con más encendidas alabanzas. Vamos a ser elegantes y a no decir nombres, ¿ok? El resultado es que solo una canción de este tropiezo de la discografía de David vale más que la discografía entera de algunas bandas actuales consideradas fundamentales por las publicaciones de tendencias.




Ahora que edita su nuevo disco, The next day (a la venta el 11 de marzo), precedido de esa canción bella y triste llamada Where are we now?, es un buen momento para revisar la década que menos entusiasmo produce en sus seguidores, la de los ochenta, que no es ni mucho menos tan intrascendente como nos creemos.

Hubo unos años, a mediados de los ochenta, que fueron creativamente nefastos para los grandes del rock. Ejemplos hay muchos, pero seleccionemos estos: Tunnel of love (1987), de Bruce Springsteen; Undercover (1983), de los Rolling Stones; Camouflage (1984), de Rod Stewart; Hot space (1982), de Queen. Todos contribuimos a potenciarlos, comprando alegremente unos discos que hicieron millonarios a sus autores. En aquella época ignorábamos que pagábamos por un truño. Fue años después, cuando vimos nuestras propias fotos de la época, con los pantalones de pinzas subidos hasta el ombligo y la camisa por dentro, cuando nos dimos cuenta de que habíamos hecho el primo. No con los discos de Bowie.

David comenzó la década de los ochenta con un divorcio y la finiquitó con la relación más importante de su vida, la que todavía le une a la modelo somalí Iman. El 8 de febrero de 1980, el cantante firmó el divorcio con su mujer hasta entonces, la enigmática Angie, que percibiría casi un millón de dólares en la siguiente década. No acabó ahí la cosa: durante muchos años se lanzaron desde la distancia puñales verbales, con el hijo de la pareja, Zowie, esquivándolos como podía. No se sabe cómo el chaval no acabó majareta.
Resueltos sus asuntos legales en cuanto a lo sentimental, Bowie tomó una decisión empresarial: se refugió en Suiza, al calor de una laxa legislación fiscal. Allí se pasó casi toda la década, deprimiéndose cuando le llegó la noticia del asesinato de su amigo John Lennon, ayudando a reflotar la carrera del descarriado Iggy Pop, aligerando drásticamente el consumo de unas drogas que le estaban aniquilando y grabando buenos… y regulares discos.

Dentro del capítulo de sus grandes trabajos de los ochenta está Scary monsters, publicado en 1980 y todavía con la exuberante inercia creativa de lo setenta. Ya instalado en Suiza, se lanzará a los amores esporádicos y, una vez reconocida su categoría de estrella del rock, estudiará su próximo paso, mucho más espinoso: ser considerado un gran actor. Lo consiguió a medias: obtuvo excelentes críticas por sus representaciones en El hombre elefante, y algunos especialistas alabaron su disposición para los papeles de El ansia o Feliz Navidad, Mr. Lawrence. Pero la faceta actoral de Bowie nunca ha sido tomada demasiado en serio por casi nadie, asunto este que todavía produce alguna punzada en el ego de la estrella.
 
En Let’s dance (1983), el poder de seducción de David logró reunir al rey de la música disco, Nile Rodgers, de Chic, en la producción, con la guitarra blues de Stevie Ray Vaughan. El disco fue un tremendo éxito. De hecho, es el álbum más vendido de su carrera, con temas como el que da título al disco, Modern love o China girl, escrito a medias con Iggy Pop, que alimentaba así su anoréxica cuenta corriente gracias a su amigo. Escuchado hoy, Let’s dance sigue teniendo músculo y ritmo. El paso del tiempo le ha sentado francamente bien.

La continuación de Let’s dance fueron sus trabajos menos celebrados, Tonight (1984) y Never let my down (1987), discos enfocados a sonar en las radios, álbumes que escuchados hoy no son tan horribles como sentenciaron algunos críticos. Lo que sí fue desafortunado fue aquella gira demencial de Glass spider (1987), con Bowie emergiendo desde una araña gigante y un repertorio desangelado interpretado con flacidez. Pasó aquella gira por España. Este cronista asistió al concierto del Vicente Calderón, que no se llenó, y salió decepcionado. Se vio a un Bowie distante, frío (hasta se notaba en la voz), queriendo dar caza a los Rolling Stones montando un espectáculo circense, donde la música ni mucho menos era el elemento principal. Por cierto, si la memoria no me falla, los teloneros de aquel concierto fueron los Stranglers y nuestros ¡Aviador Dro!

Bowie remató la década de los ochenta en gran forma, con esa robusta demostración de rock and roll que fue su grupo Tin Machine. Asociado con el ruidoso y virguero guitarrista Reeves Gabrels, quiso sentirse parte de una banda, sin que su nombre llamase la atención. Aunque inevitablemente era su grupo. Musicalmente se mostró coherente, facturando un disco (el primero se editó en 1989, y luego hubo un segundo capítulo, ya en 1991) básicamente de guitarrero rock de garaje.

David había encontrado a sus particulares Crazy Horse. Incluso se embarcó en una gira tocando en clubes, un concepto alejado de sus mesiánicos conciertos en estadios. Por esa época David ya se veía con Iman, la exuberante mujer caoba que le sigue acompañando después de 23 años. Con la boda cerró su década horribilis. Más quisieran muchos purgar sus años negros con tanta gallardía…

Nota. Sí, en los ochenta también ocurrió algo que el rockerío mundial solo había fantaseado: la unión de los dos cantantes-espectáculo más grandes que ha dado el rock, Mick Jagger y David Bowie. Pero su Dancing in the street resultó ser asquerosamente vulgar.

A continuación, David Bowie y su Blue Jean. Hay que tener mucha personalidad para llevar esa chaqueta, amigos.




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